martes, febrero 5

A veces quiero contarte

Para no perder la costumbre... amanecí gris, caminando por un camino extrañamente lleno de gente, y al mismo tiempo, extrañamente solo. Como cada inicio de año, uno supone que el alma se regenera y que los ojos toman un nuevo brillo de navegante, pero no siempre es así, con el año nuevo las estrellas cambian de piel y los escarabajos cuelgan en el armario las alas, hartos de volar por calles vacías y lluviosas, decidimos vestirnos huraños otra vez, rojos de nuevo y verdes de andares para tropezar al trabajo otra vez. ¿Qué hacerle al dolor de espalda? ¿Qué hacerle a la comezón del corazón? Son cosas tan comunes como despertarse abrazado a la muerte, que suspira y entorna los ojos creyendo que se ha vuelto a enamorar, pero solo quiere matar, cenar bonito y soñar bailando con una nueva pareja que no sabe más que romper en llanto cuando saca la bolsita y cuenta los pedazos de corazón que esconde ahí de la luz. A fin de cuentas, tantas letras no son más que la fatiga de unos dedos que ya no saben de que escribir, que ya no tienen ni a quien llorarle porque ya no saben ni de quien se van a olvidar; total, que se encueran los ojos y ayunan las ganas, para perder lo virgen de nuevo con la primer mariposa que se asome a los jardines de la infancia, allí donde menos duele y donde uno cree estará a salvo de los conejos con personalidad bipolar. ¿Qué puedo insinuarle a la noche para que me haga el amor otra vez? Me he puesto a escarbar por la casa y no encuentro en los cajones donde hice un hoyo para atravesarme de este mundo al otro, al de colores, al de cartas y escaleras que se pasan brincando de canto a canto para removerle la conciencia a los que navegan en alcohol, a los que cabalgan en humo de olvido y a los que lloran mares para no perder la costumbre de soñarse con menos sal. No puedo quejarme del asilo en las banquetas, siempre tan risueñas y abriendo las puertas de par en par, me gritan despacio para que les mire debajo de la falda pero ni mis pasos ni yo hemos vuelto a salir con aparatos para medirnos el desenfado, para curarnos la ceguera y mucho menos, con esmeralditas para comer en el intermedio fugaz de la hierba bajo los pies, en aquella sensación de fresco que da gripe y de frío que se roba el calor debajo del cobertor donde hice campamento ayer, delirios, ¿sabes?, son delirantes mis manos que sudan crayones enfadadas por no saber pintar colinas, el pelo absorto, como siempre, azuzando a la espalda a lanzarse a la guerra con el sol, crispado de bosques que nos mira desde arriba y azota con sus burdas tormentas la estación de este tren que parte tarde al encuentro de cordura y aceptación de fe. No hay miedo. No hay esperanza tampoco, y el resquicio de mi que habitaba este cuerpo reniega para no dejarse bañar con esas aguas que duelen, solo quiere dormir, y para no perder la costumbre, queremos abrazarnos fuerte bajo la lluvia de quimeras, para que el mañana que no viene pueda convertirse en el ayer que nunca me quise comer, ni con aderezo de sueños, para no volver a sentir que en el hueco que me crece en el pecho me late algo que no sea desgano, ni tristeza, ni algún tipo de músculo bombero ensangrentando mis venas alebrijes sin reloj de pulsera que ya no quieren creer, o de plano, no quieren saberse con vida, tan solo esperan la arena del desierto en la cara para seguir leyendo a gusto, tiradas en mis brazos y en mis piernas, sin indicios de hacerle la vida difícil a ningún gato que mira estático desde su escondite de papel, no quiero agua sin mar, es cierto, ni me interesa un viento sin montaña, ni una luna sin alma para entregar.

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