martes, enero 22

Instante de no morir

Queda una especie de costra, áspera pero blandita, correosa como luna en celo, que insiste en dar comezón, cuando ella se va. Y uno, siempre al amparo de los más tristes poemas, busca en los más inhóspitos recovecos de la recámara algún trozo de sueño que todavía huela a paz, que tenga poco color tristeza y sea tan solo un granito de cielo donde poderse esconder. Así que ahí vamos todos, asomando a las ventanas cuando hay lluvia, contando los rayos, delineando con los dedos las nubes valientes que se mantienen antes de la tormenta, con cierta esperanza de quedarnos dormidos y soñarnos flotando hacia allá, lejos de esto que empieza a oler a soledad. Las almohadas son siempre sujeto de amplias cruzadas por hallar algún leve aroma de ella, allí debajo, te sorprendes oliendo con los ojos cerrados algún dejo de razón que te enchine la piel, en su ausencia, en ese espacio que ocuparan tus ganas ayer y que hoy se te ha perdido debajo de la razón. Lo que queda es casi siempre la locura vuelta loca, atosigando a la paz moribunda que no halla donde esconderse, y a tu espalda, vacía de besos, le rezas con ganas de dormir, de despegarte la costra y rasguñarte los ojos buscando una imagen que te sepa al ayer, a lenguas y ríos corriendo por entre las piernas de dos, de anoche, de ayer.

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