miércoles, octubre 21

Principesa I

Había una vez un yo que suspiraba con tardes de lluvia y le gustaba ver principios de películas, solo el principio si, la única vez que aquel yo intentó un romántico final de película en la vida real, se halló corriendo solo bajo la lluvia de sus lágrimas, confundido con la noche y con una puerta (y un corazón) que se le habían cerrado para siempre; era, sin embargo, el final de la primera parte, el de la segunda fue peor. Había una vez un yo que le platicaba al gato sus tristezas, que renegaba de lo largo de un blues y que bailaba un vals con las losetas del baño cada que se dejaban acariciar por sus pies, y que muy de mañana, le soplaba a las nubes en la ventana para dibujarse la mañana ideal, aunque, casi siempre, el vidrio evitaba el contacto con seres de algodón. Había una vez un yo que un día se asomó a unas escaleras por donde una princesa caminaba con una sombrillita de colores, iba y venía y se sentaba a esperar, siempre a esperar y el mundo que era blanco y negro le robaba los colores, y a la princesa, le llovía debajo del paraguas, y al yo, los pies lo llevaban a asomarse por las escaleras y esperar, a ver, sin saber, que por ahí, pasaban aquellas alitas rotas que regaban luz por todas partes, hasta que un día, con una sonrisa, el yo se hizo ayer, y aparecí yo, vestido de hoy, aprendiendo que la vida si es a veces de color de rosa, sobre todo, cuando un pueblo quieto-quieto deja escapar a una princesa triste-triste, que se asoma a la ventana que ella dibujó, y con sus alas (aún rotas), abraza lo feo, lo tira lejos, y en su lugar, exige galletitas con leche, para volver, cualquier noche de estas, a estirar las manos y ponerse la sombrillita de lado, y curioso, que acá, desde entonces, haya dejado de arreciar el temporal.

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