lunes, julio 13

Ay tristeza

No sé qué sea lo más curioso, toparnos de frente con ella o simplemente redescubrirla viviendo como siempre, en nosotros mismos, en cada mirada y en cada gesto, en cada paso y en cada instante al dar la vuelta en alguna esquina, en alguna calle empedrada, o en una de tantas subidas y bajadas de esta ciudad, pero casi siempre, sea curioso hallarla de nuevo o no, la tristeza se pone vestidos que le embellecen y al mismo tiempo, nos pone la carne de gallina y nos espanta hasta los huesos, nos aterra saberla de regreso o nada más despierta otra vez, ahí sentada con nosotros en el asiento del carro, en una oficina del trabajo, en la banca de la plaza o agarradita de la puerta del autobús atascado de las tristezas de los demás; casi siempre se asoma cuando uno la espera ansiosamente, cuando el teléfono anuncia el último instante de cierto tono que nos hace comprender que alguien sigue lejos, que alguien se ha ido o que alguien tiene aún que recorrer unos cuantos minutos para regalarte un abrazo, la tristeza mira casi siempre de lado y acaricia la mejilla de su portador, sabiéndose dueña de la situación y del exacto alcance de su roce, sonríe y sigue mirando a distancia clara y confusa como siempre, perfecto alimento para su existir. Por más óperas que nos reboten en la cabeza, por más tintineos de ganas de almorzar besos, ella sigue insistente y sale primero a la calle para ir siempre un paso adelante, rasguñando suspiros para sentirse viva, sentirse querida y odiada por los mismos que la hacen, por los mismos que la alimentan y por los mismos que la odian, y que como bien sabe, tarde o temprano le abandonarán en algún lugar o arrojarán a algún caldero hirviendo, con la firme pero poco ávida esperanza de que se muera para siempre, a sabiendas que tarde o temprano volverá en alguno de sus vestidos: distancia, melancolía, celos, sueños, ilusiones o risas tristes que a veces se vuelven llanto en el silencio, en la oscuridad de noches llenas de ella, de sí misma arropándose bajo las sábanas, acurrucándose hecha luna, al menos por un rato, hasta que los aleteos de la ausencia se queden sordos y dejen paso a las ventanas abiertas, que como cartas blancas vuelen por debajo del cielo para traer las nubes afiladas que matan a la vieja tristeza, que le arrancan de tajo sus ideales y en algún frasco viejo de mayonesa le dejan guardado el corazón, casi siempre sin etiqueta, irreconocible, depositado dentro de un jarrón, que ha visto mejores días en pasillos vibrantes, y que hoy tan solo se enrosca al final de un librero de madera sosteniéndole las letras a ciertos libros empolvados, muertos, olvidados, como ella.

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