¿Y por qué no? Me quedé pensando mientras observaba la silla de madera amarilla
atravesada entre la pared y yo. Puedo obligarla a que se pare en dos patas,
carajo, sé que puedo; sin embargo, encontrar el punto de equilibrio no fue
labor sencilla, de los hombros la ayudé a levantarse y con las patas de
adelante apuntando a las rodillas de la pared, la vi convertida en orgulloso
saltimbanqui mientras con los brazos extendidos se regodeaba de su absoluta
armonía, pero al soltarla, cual niño con su primer bicicleta, el derrumbe fue
inminente... estiré la mano y la sujeté antes de besar el suelo, luego, con más
calma, y juntos, empezamos a buscarle ese punto donde el universo y sus dos
patas boca arriba serían uno, el punto g de la silla, y no fue fácil hallarlo;
luego de extremos cálculos matemáticos y aproximaciones filosóficas complejas,
que calcularon y determinaron mi momento de ausencia temporal de toda lógica
humana y con los ojos fuera de órbita en busca del afamado punto ideal de equilibrium,
mis dedos alcanzaron las nubes, fueron guiados por un poder supremo y se
dejaron llevar hasta la línea imaginaria de la perfección y los límites
extremos de la cordura... la silla amarilla se sostenía en solo dos patas, reía
y tiritaba de excitación ante el evento logrado, yo pude disfrutar del
milisegundo del suceso justo antes que una cascada de lágrimas de emoción bañara mi cara,
lo había logrado y la silla y el hombre eran una fuerza unida en perfecta
armonía, cual balanza, cual instrumento enviado por algún dios para librarnos
de la total y absoluta rutina. La cuestión se mantenía, ¿qué hacer con mis
veintitrés horas y cincuentaynueve minutos restantes del día...?
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